Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

El Evangelio de hoy correspondiente al primer Domingo de Adviento es un llamado de atención, nos habla directamente de la venida de Cristo, nos señales de que esa venida será silenciosa y sorprendente que no se anuncia con estruendos ni calendarios, sino que se revela en el corazón de quienes velan con fe y están dispuesto a caminar a su lado. Jesús aquí nos invita a mirar nuestra historia con una profundidad espiritual: la vida no es una simple sucesión de días, no es una rutina sin sentido. La vida es más bien un camino hacia el encuentro definitivo con el Dios que nos ama y que, en su fidelidad nunca deja de venir a nuestro encuentro
Jesús compara su llegada con los tiempos de Noé: todos vivían distraídos, ocupados en lo inmediato, llenos de actividades, ocupaciones, compromisos, pero vacíos de sentido y de Dios el dueño de todo cuanto existe. Por lo visto la vida se les iba entre las manos sin que se dieran cuenta de lo esencial. El problema no era que comieran, bebieran, o que se casaran, el descuido era vivir sin Dios, reducir la existencia a lo material, perder la capacidad de levantar la mirada hacia lo eterno. Lo triste era que habían perdido la capacidad de asombro ante lo trascendente y divino. El diluvio no los sorprendió porque Dios fuera injusto, sino porque ellos habían apagado la luz interior que permite discernir la voz del cielo.
Si nos detenemos un poquito y observamos hoy también en medio de tantas urgencias, pantallas, ruidos y expectativas, corremos el riesgo de vivir distraídos y no ver al Señor que pasa. Podemos tener todo planificado y, sin embargo, olvidar aquello para lo que fuimos creados: encontrarnos con Cristo y dejarnos transformar por su amor. No se trata de vivir con miedo al juicio, sino con un corazón despierto, sensible, vigilante, capaz de reconocer a Dios en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo inesperado.
Si nos fijamos las imágenes que Jesús usa en este Evangelio son muy pedagógicas, dos hombres en el campo, dos mujeres moliendo, todo esto nos revelan algo profundo: la salvación se juega en la vida diaria. No en momentos extraordinarios, sino en lo que hacemos cada día. Donde uno ve monotonía, Dios ve fidelidad; donde uno ve tareas simples, Él ve un espacio para el amor. La diferencia entre uno y otro no es lo que hacen, sino la disposición interior con que viven. El que es “tomado” no es el más fuerte o el más exitoso, sino el que está abierto, disponible, vigilante, atento a la presencia del Señor.
Por eso Jesús concluye con un llamado insistente: “Estén preparados”. Prepararse no es vivir con ansiedad ni temor; es vivir con amor, con responsabilidad espiritual, con el deseo de que Cristo encuentre en nosotros un corazón acogedor. Estar preparados es reconciliarnos, perdonar, orar, cuidar la fe, actuar con justicia, mantener viva la esperanza. Es vivir de tal manera que, si el Señor llegara hoy, nos encontrara haciendo el bien.
La vigilancia cristiana no es pasividad, sino dinamismo espiritual. Es comprender que cada día es un regalo y una oportunidad para amar más. Es reconocer que el Señor viene en cada persona, en cada acontecimiento, en cada gesto de bondad. Y es esperar su venida final no con temor, sino con la alegría de quien sabe que vuelve el Amigo, el Esposo, el Dios que hace nuevas todas las cosas.
Que este Evangelio despierte en nosotros la fe de los que saben que la historia tiene un sentido, que la vida está en manos de un Dios que vuelve, que la eternidad se acerca cada vez que abrimos el corazón al amor. Que no vivamos anestesiados, sino luciendo la luz de Cristo, porque Él viene, y quiere encontrarnos con los ojos abiertos y el alma encendida.
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