Por Leonor María Asilis Elmudesi

Quienes me conocen bien saben que huyo de los conflictos y de antagonizar. Sin embargo, hoy, el Espíritu Santo me guía sin lugar a dudas a fijar posición y a confrontar conciencias ante algo muy serio, y por supuesto que me refiero a la vida misma. La República Dominicana, desde su concepción, ha sido fiel a los mandatos divinos; de hecho, tiene por norte, y está sellada en el escudo de nuestra bandera, las palabras Dios Padre, Libertad y los principios cristianos, muy arraigados en el corazón del pueblo. Es uno de los pocos países que ha permanecido fiel a Dios en la protección de la vida. Ha vencido como bloque fuerte frente a la corriente malsana de ceder a la permisividad del aborto.
Una vez más, el pueblo se ha pronunciado en múltiples ocasiones, utilizando argumentos médicos, éticos y espirituales, para no permitir que se legalice el crimen de matar niños inocentes e indefensos en el vientre de sus madres. No debemos olvidarlo: la protección de Dios a nuestra nación descansa en gran medida en nuestra fidelidad a Él. Recapacitemos y adoptemos un código penal que refleje el criterio divino, que contemple leyes que permitan una convivencia en justicia y paz.
No seamos tibios, y seamos fieles a Dios.
La legalización del aborto en varios países de Europa, ha tenido un impacto profundo y negativo a largo plazo en la estructura social y demográfica de la región. Uno de los efectos más notables es la disminución significativa en la tasa de natalidad, lo que ha llevado a una reducción en el número de niños y jóvenes en la población de estas naciones.
Es importante que en nuestro país tomemos conciencia de estos impactos y actuemos con responsabilidad. Debemos evitar que la legalización del aborto tenga consecuencias similares en nuestra sociedad. Estas terribles consecuencias vendrían de consentir en acceder a que entre el aborto en nuestro país.
Pongamos en las Manos de Dios está decision y no tengamos miedo en decir No al aborto y sus causales.
Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2,13).
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