Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Estamos conmemorando el día de todos los fieles difuntos y la ocasión es oportuna para unirnos en el dolor y en la esperanza de tantos hermanos nuestros que han visto partir a un ser querido, esta experiencia casi siempre es dolorosa en nosotros. Tantas personas que hicieron de nuestros días una alegría inmensa con su sola presencia, aportando en diferentes ámbitos y en escenarios variados, aprovechamos el momento para elevar a Dios una oración ferviente y confiada a favor de todos esos hermanos caídos y queridos nuestros.
Adentrándonos en el Evangelio de hoy en el mismo se nos narra que Jesús iba camino a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda y también un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Jesús encabeza una caravana y la otra la encabeza la mujer viuda que acababa de perder el único hijo que tenía. Aquí se da el encuentro dramático y extremo entre la esperanza que sostiene y la desesperanza que nos hunde, entre la vida que camina y la muerte que pesa y nos entristece.
En el texto nos dejan claro que:“Al verla, el Señor le dio lastima y se compadeció de ella”. Es en este momento oportuno y puntual que el corazón de Cristo reboza de misericordia. No se trata de una compasión fría, distante, sino una compasión que toca, que transforma, que actúa. Es por lo que, en Jesús, la compasión no es solo sentimiento, es movimiento; no es solo oración también es acción, en fin, es la ternura de Dios hecha gesto. Él no soporta ver el sufrimiento humano sin acercarse, sin intervenir, sin devolver la vida y la esperanza.
Esta viuda representa en el Evangelio la humanidad entera: frágil, herida, acompañando tantas veces los entierros de sus sueños, de sus esperanzas, de su fe. Ella la mujer viuda no pidió nada, no clamó, no hizo súplicas. Pero Jesús, movido por la compasión, se adelanta. En esto se revela el misterio más profundo de la salvación: “Dios no espera que nosotros le busquemos; Él mismo viene a nuestro encuentro y en nuestro auxilio”. Su amor no depende de nuestras palabras ni de nuestros méritos; brota libremente de su corazón.
Cuando Jesús dice: “No llores”, no es una orden vacía, sino una promesa cumplida. Él no niega el dolor humano, ni lo esquiva, sino que anuncia que la muerte no tendrá la última palabra en nuestras vidas. Luego se acerca al féretro, lo toca una acción impensable para un judío, ya que tocar a un muerto era volverse impuro, pero Jesús no teme contaminarse. Él es la pureza que purifica, la vida que vence toda impureza. Donde Él toca, la muerte retrocede y no tiene lugar.
Pronuncia Jesús una palabra poderos: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. Es la misma voz que, al principio del mundo, hizo posible todo cuanto existe incluyendo la vida misma. En ese instante, el muchacho se incorpora y comienza a hablar. Es cuando Jesús lo entrega a su madre, podemos decir que la misericordia no solo devuelve la vida, también restituye las relaciones, repara el amor roto y sana los vínculos que se habían perdidos.
Teológicamente, este relato es un anticipo de la resurrección de Cristo. En Naín se revela el poder de Dios sobre la muerte, pero aún más, su cercanía ante el dolor humano. Cristo no solo resucita cuerpos, sino también corazones. Cada vez que su palabra toca nuestras heridas, algo muerto en nosotros comienza a revivir, como la esperanza apagada, la fe dormida y el amor descuidado.
Hoy, también, el Señor se cruza con nuestras procesiones en el devenir de nuestra historia. Se acerca a quienes lloran por una pérdida, por un fracaso, por una vida que parece no tener sentido. Y nos dice: “No llores, levántate”. Es su voz que atraviesa nuestros silencios, su toque que despierta lo que creíamos perdido y dormido.
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