Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

En este Domingo estamos celebrando la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán además celebramos la Semana Vocacional que corresponde a este año 2025, “Llamados a Servir”. Oramos para que Dios siga llamando a sus hijos, los consagre y en lo adelante los capacite al igual que a San Pedro para llevar el timón de la barca llamada la Iglesia.
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús subiendo a Jerusalén para la celebración de la Pascua de los judíos, éste encuentra el templo convertido en un mercado. Hay aquí dos detalles que es bueno puntualizarlos, el primero es que Jesús sube a Jerusalén y subir a Jerusalén en este contexto puntual de su vida pública tiene un significado teológico profundo, nos quiere decir, que su hora estaba cerca, la hora del suplicio y de la muerte en cruz.
El segundo detalle y no menos importante es cuando el hagiógrafo puntualiza que Jesús va a Jerusalén a celebrar la pascua de los judíos, él como buen judío se hace presente, en donde la pascua, era una gran fiesta donde se consumía pan sin levadura, en la misma se recuerda la liberación del pueblo hebreo y se pone de manifiesto como recuerdo la opresión como también la prisa del viaje. No podemos olvidar que el templo en primer lugar está destinado a la oración, donde debía morar Dios mismo, esta casa espiritual se había transformado en un espacio de intereses, de compra y venta, de ruido y confusión.
El gesto profético de Jesús de volcar las mesas, expulsar a los vendedores y romper la rutina del comercio religioso es una llamada poderosa y concreta a la purificación del corazón humano, que muchas veces también se convierte en un mercado, se oxida y podemos caer en la putrefacción o podredumbre.
Jesús no actúa movido por la ira humana, sino por el celo apostólico del amor. Es en este momento que los discípulos recuerdan la lapidaria frese: “El celo por tu casa me devora”. Ese celo es el ardor del corazón del Hijo que no soporta ver pisoteado y profanado el nombre de su Padre y experimentar la relación del hombre con Dios reducida a intereses materiales de mercado. En su gesto y en su acción se revela algo más grande: el verdadero templo no está hecho de piedra, sino de su propio cuerpo. Cuando los judíos le preguntan con qué autoridad hace esto, Jesús responde: “Destruyan este templo y en tres días lo levantaré.” Ellos pensaron en el edificio de Jerusalén, pero el evangelista aclara: “Él hablaba del templo de su cuerpo.”
En este texto hay una clave teológica profunda, Cristo mismo se presenta y es el nuevo Templo de la presencia de Dios. En Él, el cielo y la tierra se unen y en la humanidad de Cristo habita la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Ya no será necesario ir a un lugar determinado para encontrar a Dios, porque Dios se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros (Jn 1,14). Su cuerpo resucitado será el nuevo santuario donde todos los pueblos podrán adorar al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23).

El gesto de purificar el templo también tiene un significado espiritual y personal. San Pablo nos dirá: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1Cor 3,16). Cada uno de nosotros es ese lugar sagrado donde Dios quiere morar, pero muchas veces dejamos entrar los “mercaderes” de la vanidad, del egoísmo, del orgullo y de la falta de fe. Jesús, con su palabra viva y su Espíritu, también entra hoy en el templo de nuestro corazón para expulsar lo que profana, ordenar lo que está en desorden y devolvernos la pureza del amor.
Cabe puntualizar que durante todo el año litúrgico se nos invita a dejar que Cristo purifique en nosotros todo aquello que nos aleja del Padre. No es una destrucción, sino una renovación: cuando Jesús dice “Destruyan este templo”, no nos amenaza, sino que anuncia la Pascua: el paso de la muerte a la vida, del templo viejo al nuevo, de la religión de ritos vacíos a la comunión viva con el Dios que se entrega.
Al final del texto, el evangelista nos dice que los discípulos recordaron estas palabras después de la resurrección. Sólo a la luz de la Pascua comprendieron su verdadero sentido. También nosotros entendemos este Evangelio desde la fe pascual: la Resurrección es la reconstrucción del Templo, la victoria de la Vida sobre la muerte. En Cristo resucitado, cada persona puede convertirse en morada de Dios.
Por último, pidamos al Señor que venga hoy a nuestro templo interior y lo purifique con el fuego de su amor. Que quite de nosotros toda superficialidad, toda rutina vacía, toda búsqueda interesada, y que deje sólo lo esencial. Cristo sin dudas reconstruye en nosotros lo que el pecado ha destruido, y hace de nuestra vida un templo vivo de su presencia.
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