Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Continuamos nuestra profundización con relación a la palabra de Dios en este Domingo Vigesimotercero (XXIII) del Tiempo Ordinario, sin dudas una oportunidad de oro para aprender y comprender dicha palabra.
El Evangelio de hoy es muy interesante al decirnos: En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; ya por lo escuchado nos damos cuenta que en torno a la figura de Jesús se tejía una gran fama, el mismo Evangelio nos dice que mucha gente acompañaba al Maestro. Nos damos cuenta que en este recorrido él se volvió y les dijo a la gente: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
Continua Jesús su discurso: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. Así a simple vista estas palabras que Jesús nos presenta pueden parecernos duras y exigentes, podemos mostrar cierta resistencia o no entender en su justa medida.
Nos dirá el Maestro: “¿Quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?” No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar. “¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?” Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo ustedes: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.
“Si alguno viene a mí y no pospone a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo”. Y añade: “El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.
A primera vista, estas frases pueden sonar radicales, incluso difíciles de aceptar. Es difícil de entender las palabras del Jesús, él que es el amor mismo, puede pedirnos que “renunciemos” a lo más querido: la familia, los bienes, nuestra propia vida, sin embargo, si nos disponemos a entrar en su lógica y en la profundidad de su enseñanza, descubrimos que el Señor no nos invita a odiar ni a despreciar a los nuestros, sino a poner el amor en el orden correcto.
Jesús nos está recordando que Dios no puede ocupar un segundo lugar en nuestro corazón y en nuestra vida. Nada ni nadie debe ponerse por encima de Él. No porque las personas que amamos sean un obstáculo, sino porque si amamos primero a Dios, seremos capaces de amar mejor y a conciencia a los demás. No olvidemos que un corazón que se entrega por entero a Cristo es un corazón que aprende a amar sin medida, sin egoísmo, sin condiciones.
El Señor en este pasaje nos habla también de la cruz. Nos dice: “El que no carga con su cruz no puede ser mi discípulo”. La cruz no es solamente el sufrimiento inevitable de la vida, sino sobre todo la decisión libre de entregarse por amor. Seguir a Jesús implica pasar por caminos de renuncia, de sacrificio, de desapegos. Pero no son renuncias vacías, sino elecciones que nos conducen a una libertad más grande y a una vida más plena.
Por eso, Jesús nos invita a calcular bien el precio del discipulado, como quien construye una torre o va a la guerra. Seguirlo no es un capricho pasajero ni una emoción del momento; es una decisión seria, radical y perseverante. Es la entrega de toda la vida. El discípulo de Cristo no se guarda nada para sí, porque entiende que en Él lo recibe todo.
Hermanos, no tengamos miedo a las exigencias del Evangelio. Lo que Cristo pide es grande, sí, pero más grande aún es la gracia que Él nos da. Si lo ponemos a Él en el centro, todo lo demás encontrará su justo lugar. Si abrazamos la cruz, descubriremos la verdadera alegría. Y si le entregamos todo, Él nos lo devolverá multiplicado en vida, en amor y en plenitud.
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