Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Seguimos profundizando en torno a la palabra de Dios en este Domingo Vigésimo Sexto del Tiempo Ordinario y hoy el Evangelio nos presenta una de las parábolas más didácticas e iluminadoras que tiene que ver directamente con la manera en que nosotros nos relacionamos con el prójimo, con Dios y con las cosas materiales. Hay dos personajes muy puntuales el rico que vestía de púrpura y lino fino y el pobre Lázaro que junto a su puerta estaba cubierto de llagas, deseando saciarse con lo que caía de la mesa de este rico.
Este relato nos revela como el rico es incapaz incluso en este tiempo presente de ver la miseria de aquel hombre necesitado, arrojado, indefenso, vulnerable que se detiene frente a las narices del acomodado rico. Sin temor a equivocarme el pecado de este hombre rico no era tener fortuna, sino, vivir encerrado en sí mismo, indiferente al dolor del que tenía al lado.
Esta parábola en un momento puntual que nos traslada a la realidad celestial y allí el pobre Lázaro es consolado en el seno de Abraham, y el rico queda en desolación y en total desprotección. Toda esta realidad nos recuerda que la vida no termina aquí en el plano terreno y que los bienes acumulados no son eternos, y de que lo que hagamos con ellos tiene consecuencias.
Es chocante como el rico en su agonía pide al pobre Lázaro que vaya a aliviarlo, y más aún, que anuncie a sus hermanos sobre esa cruel realidad que lacera al rico, quien se ha convertido en miserable frente a la mirada apática e indiferente de Dios.
Este Evangelio no lo podemos ver solo como un simple relato del pasado, es una invitación urgente al presente, es decir, que podemos caer en la indiferencia frente al sufrimiento humano y por lo tanto a no podemos dejarnos encadenar por la comodidad o el egoísmo. Recordemos que la verdadera riqueza no está en lo que acumulamos, sino en lo que compartimos.
Jesús nos muestra que la vida cristiana se concretiza en un accionar muy real, en dar de comer al hambriento, en consolar al que sufre, en visitar al que está enfermo, en escuchar al que se siente arrojado, solo y olvidado, en palabras llanas estar presentes para los demás.
Hermanos, hoy el Señor nos llama a abrir los ojos. Hay muchos Lázaros en nuestra vida: en la familia, en la comunidad, en la sociedad. Puede ser un vecino solo, un anciano olvidado, un joven sin oportunidades, un enfermo que necesita compañía, un niño que carece de afecto.
Evitemos que no se diga de nosotros que tuvimos a Lázaro en la puerta y lo ignoramos. Que nuestro corazón no sea de piedra, sino de carne, sensible al dolor y abierto a la misericordia.
Vamos a darnos cuenta que el mismo Jesús vino a mostrarnos el camino de la vida, del amor y de la verdadera riqueza. Es necesario pedir la gracia de ser sensibles, de no vivir encerrados en nuestras comodidades y salir al encuentro del hermano.
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