Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

Estamos finalizando el tiempo Ordinario, ya justo en el Domingo Trigésimo tercero del Tiempo Ordinario (XXXIII), es por ello por lo que el Evangelio nos habla del final de los tiempos, es decir, nos van preparando poco a poco para que veamos el final del año litúrgico, que tiene su culmen con la celebración de Cristo Rey del Universo que se celebra el último domingo de noviembre.
El Evangelio de este domingo nos sitúa en un momento de revelación y de desconcierto. Jesús, contemplando el esplendor del templo de Jerusalén, declara que no quedará piedra sobre piedra. Ante el asombro de los oyentes, Jesús comienza un discurso que, más que anunciar una catástrofe material, busca abrir los ojos del corazón a una verdad más grande: todo lo visible es pasajero, sólo Dios permanece para siempre.
Ya sabemos por lo que nos dice el Evangelio que los discípulos admiraban la belleza del templo, sus piedras preciosas y también sus ofrendas. Según aquellos que han profundizado sobre el tema en cuestión el templo era el orgullo religioso de Israel, el signo visible de la presencia de Dios.
Jesús con mirada profética y profunda, ve más allá del mármol y del oro, él observa la fragilidad de las obras humanas cuando las ponemos en el lugar de Dios. Es bueno que sepamos que Jesús no desprecia la belleza ni el arte, sino la idolatría del poder y su seguridad aparente. Es claro que cuando el corazón del hombre se aferra a lo perecedero, inevitablemente se desmorona con ello. Por eso llego a decir refiriéndose al templo: “Esto que contemplan, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra”
Jesús aprovecha la ocasión para anunciar guerras, terremotos, persecuciones y signos en el cielo. Todo esto lo hace no para provocar miedo en los presentes, sino para educar en la fe y en la esperanza. Nos enseña que la historia humana, con todas sus altas y sus bajas, está en las manos de Dios. Es por tal motivo que el discípulo no debe vivir dominado por el pánico ni por el fatalismo, sino por la certeza de que, en medio del caos, Dios sigue obrando.
La fe auténtica no se apoya en la estabilidad y en la belleza de las estructuras, sino en la fidelidad del Señor que no pasa, ni cambia, es por esta razón que dice Jesús: “Cuando vean que estas cosas suceden, levanten la cabeza, porque se acerca su liberación.”
Este texto trae consigo un mensaje que es al mismo tiempo hermoso y consolador, es decir, el fin de lo viejo no es la destrucción, sino el nacimiento de algo nuevo. El Reino de Dios se gesta en medio de las crisis y las dificultades, así como también la vida nueva surge del dolor del parto. Todo lo que se tambalea, todo lo que se derrumba, puede ser ocasión para que el corazón humano se vuelva más puro, más libre, más de Dios.
En este pasaje Jesús nos invita a que leamos los signos de los tiempos, no con miedo, sino con discernimiento y esperanza. A reconocer en los acontecimientos, por más oscuros que sean, una palabra de Dios que nos llama a la conversión y a la confianza.
La historia puede estremecerse, los templos pueden tambalearse y caer, los poderes pueden pasar, pero la Palabra de Dios no pasará, ella es nuestra roca firme y sostén eterno.
Finalmente, este bello Evangelio nos invita a vivir con el corazón en el cielo y los pies en la tierra: construyendo, sirviendo, amando, pero sin apegarnos a lo que no dura. Solo quien ha puesto su confianza en Dios puede mirar el futuro sin temor, porque sabe que el Señor no destruye lo que ama, sino que lo purifica para hacerlo nuevo.
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