Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

En este Domingo celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo y este acontecimiento nos conecta directamente con el corazón mismo del gran misterio cristiano. En ese mismo tenor tenemos el privilegio de celebrar también el tan anhelado un Paso por mi Familia, sin dudas, es un regalo que nuestra Iglesia concede a esta sociedad en cada familia que con alegría y firmeza decide dar un paso hacia delante, aquí decimos sí a la vida, sí a la esperanza, sí al amor, sí a la misericordia, sí a la empatía, es afirmar una vez más que si tenemos familias sanas tendremos sociedad sana.
Es necesario que sepamos que en este Evangelio no estamos ante un discurso pronunciado por Jesús, tampoco ante un milagro, mucho menos frente a una multitud que lo aclama como el día que entró triunfante a Jerusalén, estamos en el Calvario, en el lugar donde aparentemente Dios ha sido derrotado, donde la fragilidad humana queda desnuda y donde el amor es sometido a la prueba más dura. Sin embargo, justamente allí, en ese escenario de dolor y silencio, se revela la verdadera gloria de Cristo Rey.
En aquel lugar donde se da este acontecimiento tan horrendo las autoridades principales, gran parte del pueblo y uno de los malhechores se burlan de Jesús. Todos repiten la misma tentación: “Sálvate a ti mismo, si eres el Mesías de Dios, el Elegido”.
No es necesario ser un iluminado, un docto para darnos cuenta que así funciona la limitada y paupérrima lógica humana, es la pobre lógica del poder humano: “si Dios es Dios, que lo demuestre con fuerza, con espectáculo, con triunfo visible”. Es el mismo cuadro cuando satanás le pide a Jesús que convierta las piedras en pan cuando sintió hambre. Sorpresa para todos Jesús no baja de la cruz porque su realeza no se expresa dominando, maltratando, sino entregándose.
Él reina no desde un trono de oro, sino desde la cruz que abraza nuestras pobrezas y nuestra miseria. Su corona en ninguna circunstancia es de piedras preciosas ni de oro, sino de espinas que tocan la herida de cada hombre.
El ladrón que se negaba a reconocer a Jesús como salvador le tira en cara: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Esta es la voz la característica de un corazón endurecido, la voz de quien ya no cree en la gracia y solo busca sin más una salida rápida. Al rechazar a Jesús tiene la posibilidad de condenarse. Es la tentación que a veces también sentimos: querer un Cristo que resuelva, pero no un Cristo que transforme; un Cristo que quite la cruz, pero no un Cristo que dé sentido a ella. Es la tentación de reducir a Jesús a un instrumento para mis planes, y no un Señor que conduce mi vida.
En contraste al ladrón que reclama y duda, está la actitud del ladrón que descubre en Jesús algo especial, sin dudas un hombre marcado por el pecado, pero abierto a la verdad y a la misericordia.
Es una oración humilde, sin exigencias, nacida de un corazón que reconoce su culpa, pero que también descubre, quizá por primera vez, el rostro verdadero de Dios: un Dios que no responde con violencia, un Dios que perdona a sus verdugos, un Dios cuyo poder es la misericordia. Aquel hombre vio lo que nadie veía: que Jesús, aparentemente derrotado, era en realidad el Rey que da la vida. Lo reconoce y lo acoge recibiendo del Maestro el: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”
Y entonces ocurre el milagro: Jesús abre la puerta del cielo en el mismo instante en que abre su corazón herido. Porque la salvación no es un premio para los perfectos, sino un regalo para los que se dejan mirar por Dios.
Aquí se revela la grandeza de Cristo Rey: un Rey que no condena, sino que salva; un Rey que no toma distancia, sino que se acerca al pecador arrepentido; un Rey cuya autoridad es amar hasta el extremo. Porque el Paraíso comienza allí donde dejamos que el amor de Cristo transforme nuestra vida.
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