Por Valmore Muñoz Arteaga. Fuente: Vidanuevadigital.com
Siguiendo la huella que San Lucas y San Marcos nos trazan en los evangelios, San Juan Pablo II advierte que, a los ojos de los discípulos, puros de corazón, reunidos después de la Ascensión, el título de Madre del Señor alcanza todo su significado.
La Virgen será para ellos “una persona única en su género: recibió la gracia singular de engendrar al Salvador de la humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia”.
¿Qué tendría que significar la expresión “Jesús nació de María”? Significa un misterio trascendente, que nos supera, que nos envuelve. Un misterio que solo encuentra su manifestación más completa en la verdad de la procedencia divina de Jesús. A esta enunciación cimera de la fe cristiana está amorosamente unida la verdad de la maternidad divina de María.
En efecto, ella es Madre del Verbo encarnado, que es “Dios de Dios (…), Dios verdadero de Dios verdadero”. Este título de Madre de Dios, testimoniado por San Mateo (cf. Mt. 1, 23), se atribuyó explícitamente a María solo después de una reflexión que duró alrededor de dos siglos. Son los cristianos del siglo III quienes, en Egipto, comienzan a invocar a María como Theotókos, Madre de Dios.
Una intuición de fe del pueblo cristiano
El papa Juan Pablo II resalta en una catequesis sobre María Santísima que el señalamiento de María como Theotókos, Madre de Dios, “no es fruto de una reflexión de los teólogos, sino de una intuición de fe del pueblo cristiano. Los que reconocen a Jesús como Dios se dirigen a María como Madre de Dios y esperan obtener su poderosa ayuda en las pruebas de la vida”.
La comunidad cristiana primitiva hizo ese reconocimiento cuya oficialización no cristalizaría sino hasta el Concilio de Éfeso en el año 431. En tal sentido, la aceptación de María como Madre de Dios no es producto de intereses jerárquicos y oscuros, tampoco de una deliberada intencionalidad eclesial, se trató, más bien, de una expresión amorosa de quienes aceptaron junto a San Juan al pie de la Cruz el dulce legado que nos dejaba el mismo Cristo agonizante.
La maternidad de María en afinidad a nosotros no radica únicamente en un parentesco amoroso producto de la sensiblería. Gracias a sus virtudes e intercesión, la Virgen asiste de forma vigorosa a nuestro nacimiento espiritual y “al desarrollo de la vida de la gracia en nosotros. Por este motivo, se suele llamar a María Madre de la gracia, Madre de la vida”.
Esta idea la sostiene el papa Wojtyla a partir de una afirmación de San Gregorio de Nisa quien afirmaba que María es Madre de la Vida, a partir de la cual viven todos los hombres, ya que, al engendrar en sí misma esta vida, en cierto modo, regeneró a todos los que la vivirían. Solo uno fue engendrado, pero todos nosotros fuimos regenerados.
María es el rostro materno por excelencia
María es el rostro materno por excelencia. Un rostro que, como apuntamos al inicio, está vinculado estrechamente con el rostro de Jesús. María Santísima, rostro dulce y afable, Señora de la ternura, como la recogiera un artista griego anónimo a principios del siglo XII. Rostro de María, ternura que mueve la más profunda de nuestras fibras con una mirada que nos indica su virginidad antes, durante y después del nacimiento de Jesús, sino que también nos susurra, casi que como al oído, sobre una presencia divina que impregna la totalidad de su ser.
Intento contemplar el rostro materno de María en mi interior, mientras San Juan Pablo II señalando hacia Częstochowa, me pide que la pida a la Madre de Dios que me enseñe a captar, en la fe, la paradoja de la alegría cristiana, que nace y florece en el dolor, en la renuncia, en la unión con su Hijo crucificado. Pídele, me dice, pídele que haga de tu alegría una alegría auténtica y plena, para que puedas comunicárselas a todos en esta cruda hora que te corresponde vivir. Paz y Bien.
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