Por Leonor María Asilis Elmudesi

Inicia el mes de mayo, de las madres, por tanto, también de María, madre de Dios y nuestra.
En un gesto de amor y desprendimiento, Jesús entrega a Juan a su Madre, y a María en Juan a nosotros.
Meditemos juntos el momento de la Anunciación, cuando el ángel Gabriel le comunicó a María que concebiría al Hijo de Dios. La joven de Nazaret se enfrentó al mayor de todos los desafíos: aceptar ser la madre del Salvador en un mundo que a menudo rechaza lo divino. Su «SÍ» estaba cargado de fe, confianza y obediencia. Aún sin entender cómo sería, no titubeó en dar el Sí que nos atraería la Salvación, porque solo con su Sí tendríamos a Jesús, el Cristo.
Ella, en su gran bondad poseía y posee (porque está viva junto a Jesús) un corazón gigante, de un amor inmenso, que trasciende la maternidad biológica y se extiende a todos nosotros sus hijos. María no solo le dio vida en su carne a Jesús, sino que le alimentó, y cuidó.
Su maternidad es un acto de entrega total; ella no solo engendra humanamente a Cristo, sino que también se convierte en nuestra Madre espiritual. En esta relación, María nos acompaña, intercede por nosotros y nos guía en nuestro camino hacia Jesús.
En cada oración a ella, desde el rosario hasta las letanías, sentimos su abrazo amoroso, que suaviza las penas y amplifica nuestras alegrías.
Su amor nos recuerda que no somos huérfanos ni estamos solos. En los momentos de sufrimiento, de pérdida o de confusión, sabemos que Ella nos comprende, porque también vivió la angustia del sufrimiento, desde la angustia de buscar a su Hijo en el templo hasta el dolor indescriptible de presenciar su crucifixión. Su maternidad no solo es un don para Jesús, sino para toda la humanidad, ofreciéndonos un canal afectivo y efectivo a través del cual podemos experimentar la compasión divina.

Lo grande en María es que no sólo es la Madre de Jesús, sino su mejor discípula, constituyéndose así en gran modelo a imitar.
Ella nos ofrece un amor que perdona, que acoge y que nunca excluye.
Redescubramos la belleza y la fuerza de la maternidad de María. En Ella podemos encontrar el consuelo y la inspiración que necesitamos. Su amor maternal nos guía a través de las tempestades de la vida, y su ejemplo nos lleva a una vida de entrega y compasión.
Cobijémonos bajo su manto, y refugiémonos en su Sagrado Corazón. Hagámosle caso de su gran consejo con respecto a Jesús: «Hagan lo que Él les diga».
Meditemos con Ella a través de su regalo: el Santo Rosario con sus misterios gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos de nuestro Salvador y Redentor.
Finalmente, pídamos al Espíritu Santo poder imitar sus excelsas virtudes para glorificar a nuestro Dios.
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