“AMAR SIN RECOMPENSAS”

Por P. Wilkin Castillo, San Juan de la Maguana

En la primera lectura del Libro de los Hechos de los apóstoles, por lo visto Pablo y Bernabé siguen la misión encomendada por Dios, con la alegría y la fuerza del Espíritu Santo. Estos hombres muestran un convencimiento extraordinario de todo lo que Dios había hecho en sus vidas, hasta el punto de animar y exhortar a los discípulos a perseverar en la fe.

Según estos hombres, perseverar en la fe requiere ante todo de tomar conciencia de que hay que pasar mucho trabajo para entrar en el reino de Dios.

Sin dudas, los inicios del cristianismo eran tiempos difíciles y hoy también los son, pues el mundo ha cambiado y con el mundo el proceder del ser humano, es decir, que el anuncio del Evangelio y el testimonio de este sigue costando en un ambiente en el cual se ha dado la espalda a Dios y el frente al placer desenfrenado.

Este proceso de salvación se sustentaba en la oración en primer lugar y en el ayuno, estas prácticas les iluminaba para elegir servidores en cada comunidad, para que continuaran el trabajo que ellos en materia de fe habían iniciado. Tenían la oportunidad además de testimoniar con alegría todo lo que hacían en nombre de Dios y como se adherían muchos convencidos por la palabra y la fuerza de la predicación.

Por su parte Juan en el libro del Apocalipsis, nos anuncia con esperanza un cielo nuevo y una tierra nueva, en donde brilla la luz del amor de Dios. Es un simbolismo que nos habla del destino final del mundo y de cada uno de nosotros: no el fin, sino la renovación; no la destrucción, sino la transformación en algo nuevo, perfecto y eterno.

En palabras llanas quiere decir, que se terminará todo sufrimiento, injusticia, muerte y pecado. En donde Dios no descarta su creación, sino que la renueva. Aquí se nos habla del amor fiel y poderoso de Dios, que no abandona su obra, sino que la lleva a su plenitud.

En ese mismo orden la imagen de la nueva Jerusalén representa a la Iglesia gloriosa, la humanidad reconciliada y unida a Dios. No es el ser humano quien construye este cielo nuevo, sino Dios mismo quien lo regala. Es Dios quien desciende, es Dios quien toma la iniciativa. La salvación no es obra humana; es un don divino y gratuito de su misericordia.

En el Evangelio de hoy se nos sitúa en un momento muy profundo del ministerio de Jesús: la Última Cena. Es un tiempo íntimo, de despedida, de enseñanza final. El Maestro sabe que su hora ha llegado, y no pierde el tiempo en palabras inútiles. Lo que dice ahora, lo dice con el corazón abierto, lleno de amor, con urgencia y ternura.

Cuando Jesús nos invita a amarnos los unos a los otros, no se trata solo de “amar al prójimo como a uno mismo”, como ya estaba en la ley antigua, sino de ir más allá: amar al estilo de Jesús, con un amor que se entrega, que perdona, que sirve, que da la vida.
Este amor no es un amor a la manera humana, nos ha amado con un amor sin condiciones. Dando su vida en la cruz por todos, incluso por los que no lo aceptarían. Amó con un amor que no buscaba recompensa, que no se detenía ante el rechazo o el sufrimiento.

Hoy, el mundo necesita ver ese testimonio. Necesita comunidades que no solo hablen de amor, sino que vivan ese amor concreto: en la familia, en la Iglesia, en el trabajo, en el trato con los pobres, los marginados, los que piensan distinto. No es un amor abstracto ni romántico. Es un amor que se arremanga, que se ensucia las manos, que construye puentes donde hay muros.

IV Domingo de Pascua. Ciclo C

Domingo de Pascua. Ciclo C

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